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María Guardiola, la candidata del PP a la presidencia de la Junta de Extremadura, afirmó que no gobernaría con un partido que no reconoce la violencia de género, deshuminaza a los inmigrantes y tira a una papelera la bandera LGTBI. Pero una semana después, declaró que Vox es un partido constitucional con el que deseaba ponerse de acuerdo porque quiere lo mejor para los extremeños. En actitudes como esta, uno echa de menos el orgullo de poseer unos principios. Como dijo Groucho Marx: si no te gustan mis principios, tengo otros. Ella también decía la semana pasada: «En Vox sólo he encontrado zancadillas, desunión y ansia». Se vanagloriaba de tener la conciencia tranquila y de mantenerse fiel a sus valores. Advertía de ir a nuevas elecciones en noviembre. Y acababa su discurso con que Extremadura está por encima de todo. Durante esos días, se llevó el aplauso de una gran parte de la sociedad; sectores de la izquierda la alabaron, incluso se planteaban si ella no padecía una enorme confusión al pertenecer al PP. Irene de Miguel, líder de Podemos en Extremadura, dijo: «Guardiola dio un discurso épico que alabamos naturalmente, esperábamos que alguna vez un líder del PP asumiera así los valores democráticos y la defensa de los derechos humanos.» Tal vez fueron esas lisonjas por parte de la izquierda lo que la llevó a reconsiderar su postura. Tal vez no podía ser que aquellos con ideas radicalmente opuestas a las suyas la aplaudieran como si fuese una infiltrada de sus intereses. Apuesto que desde Génova le desaconsejaron guiarse por principios personales –eso queda para la galería–, sino que se debe a los que decidieron votar al PP. Y estos votantes desean dar un puntapié al PSOE al precio que sea. Así que le leyeron la cartilla mientras ella perdía toda su credibilidad postrándose a los pies de los pesos pesados del partido.