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De la cumbre entre la UE y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) los países europeos salieron decepcionados, por no haber conseguido una condena explícita de Rusia, y los americanos molestos, por creer que les querían utilizar en el conflicto. El resultado fue una declaración final, a mitad de camino entre los deseos de unos y los temores de otros, que se limitaba a expresar la «gran preocupación por la guerra contra Ucrania». La cosa quedó en agua de borrajas, podría decirse.

La de Ucrania es una guerra vicaria, en territorio interpuesto, entre la OTAN y Rusia. Un conflicto del que los Estados Unidos esperan sacar ventajas económicas y afianzar su liderazgo Atlántico. Pensar que los países latinoamericanos y del Caribe iban a tomar partido en este conflicto es no tener presente la historia común, ni la condición de ‘patio trasero' a la que les relegó el vecino del norte durante décadas. Y, si me apuran, es tampoco tener en cuenta la colonización. Únicamente desde el egocentrismo europeo se podía imaginar lo contrario.

Durante la cumbre un alto funcionario europeo manifestó que «nos unen muchas más cosas de las que nos separan» y la prensa se hizo eco. Esta expresión no pasa de ser una fórmula diplomática que reconoce la existencia de disputas ‘familiares' sin resolver y viejas heridas por restañar. Que existan ‘cuentas pendientes' no da fluidez a las relaciones. De hecho, hacía ocho años que no se celebraba el encuentro y la edición actual ha tenido lugar sólo cuando la presencia de China en el sub-continente empieza a inquietar a los norteamericanos y europeos. Significativo.

Del diálogo con América Latina siempre se pueden sacar enseñanzas fructíferas. Estoy convencido que su perspectiva representa una apuesta por lo universal y, a su vez, lo particular, situándose lejos de la globalidad sin rostro que domina otras partes del mundo. La región y sus gentes se han convertido en sujetos imprescindibles y referentes en la lucha contra el cambio climático y la preservación de la biodiversidad mundial. Para ellos posicionarse a favor de uno de los contendientes en la guerra de Ucrania es alejarse de una idea democrática de la transición hacia una sociedad más justa y equilibrada social y ambientalmente, y mostrar complacencia con el concepto de seguridad que imponen los grandes poderes económicos con la excusa del conflicto bélico.

En el tema que más les interesaba, la explotación de las materias primas estratégicas que posee la región, los países latinoamericanos y del Caribe han dejado claro que «no quieren volver al pasado». El pasado podría entenderse como extractivismo económico, pero esencialmente vendría definido por dos conceptos: imperialismo (en relación a EEUU) y colonialismo (en relación a Europa). Este es un debate que aún está por hacer y sería bueno que se afrontara con sinceridad y generosidad por todas las partes.

La declaración final de la reunión que habla del «sufrimiento sobre millones de hombres, mujeres y niños producto del comercio de esclavos transatlántico», también incluye una referencia a la Declaración de Durban sobre el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y las formas conexas de intolerancia. Pasos hacia adelante evidentes. No obstante, sigue siendo complicado asumir que entre los años 1954 –golpe de Estado contra el gobierno democrático de Jacobo Árbenz, propiciado por la CIA y la United Fruit Company– y 1973, en que es derrocado Salvador Allende, en Latinoamérica se produjeran cerca de 20 golpes militares que depauperaron al continente.

En España, aun resulta más difícil hablar de la invasión y conquista de América, ya que es parte intrínseca del nacionalismo español. A modo de reflexión, escojo como referencia, entre las muchas que pudiera hallar, una carta del conde de Lemos, virrey de Perú, dirigida a Carlos II en 1670, en la que manifiesta: «No es plata lo que se lleva España, sino sangre y sudor de indios».

Decía Mario Benedetti que «la luna del idilio no se ve desde los helicópteros».