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En Estados Unidos, donde hace mucho que está todo inventado, hay un territorio siniestro conocido como ‘El valle de la muerte’, al sur de California. Se trata de un paisaje lunar desolador, un páramo desértico que, sin embargo, ha renacido económicamente porque recibe cada año más de un millón de turistas, muchos de ellos europeos. Lo dramático es que esos visitantes buscan el calor asfixiante y se fotografían junto a un enorme termómetro que no hace mucho alcanzó un récord mundial: los 54,4 grados centígrados. Lo cual es un consuelo para los mallorquines que nos hemos fundido estos días con una ola de calor de solo 40 grados. Muchos de los turistas del valle se desvanecen y otros acaban con el rostro rojo como un tomate, auténticos volcanes humanos en erupción. Y, pese a todo, no cesa la invasión de veraneantes que flirtean morbosamente con ese apocalipsis terrenal, aunque muchos de aquellos negacionistas no deben caer en que están ante un reflejo de lo que será Europa en un futuro no muy lejano. Un aquelarre ecologista. En los años ochenta, los cómics mostraban el año 2023 con coches voladores y rascacielos. Todo muy moderno. Pero se olvidaron de incluir el cambio climático. En nuestra Isla, a Dios gracias, todavía tenemos turistas alemanes en piel viva, que duermen la cogorza en la Platja de Palma, entre cubos de alcohol. O las hordas de ingleses mutados en zombis que pululan por Punta Ballena. Una imagen idílica si la comparamos con la del desierto del ‘El valle de la muerte’, donde no hay nada más que un calor infernal. Jesusito, Jesusito, que nos quedemos como estamos.