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Estaba situado en el expositor de una librería entre otros tantos el ejemplar Cabañas para pensar al que, tras años de olvido, acudí cuando de refugios se habló en la soledad del confinamiento. Me encontré hermanada con quien busca pequeños lugares donde vivirse como Monk House de Virginia Woolf. «Allí se vive para el espíritu», escribió. O Dobbiaco en los Dolomitas donde Mahler compuso La canción de la tierra. Ojeo las fotografías de las cabañas para pensar porque a ellas he acudido de nuevo tras el cansancio de seguir despertándome en el sueño de la marmota. ¡Agotador!

Entre y entre reportajes del calor, de las playas saturadas, de retenciones de coches, tuvimos doblete de elecciones, y cuidado que no vayamos a por las terceras, que poco o nada aportan ya a lo que todos sabemos: la explotación del monocultivo turístico sigue la ley del todo vale. Desde convertir a unas pobres islas, las Balears lo fueron, y en la explotación del modelo de sol y playa al turismo de calidad llamado de sensaciones, se nos pasó por alto la codicia propiciada por las redes sociales. Perdimos la medida. Rebasamos el vaso. Olvidamos que la última palabra la va a tener la naturaleza. Está qué trina. Y triste porque sabe que serán millones los que instagrameen el apocalipsis.

Aún así, cogemos coche, aviones, barcos, nos trasladamos, nos movemos, no podemos estar quietos, con una excitación y ansiedad que llenan bares y restaurantes, las playas y las calas para desembocar en breve en consultas psicológicas porque regresaremos cansados de tanto ajetreo en unos paraísos que solo sirven como marco al encuadre de Instagram.

No es nuevo. Llevamos años escuchando que así no podemos seguir, que el ruido, la masificación, el todo vale nos va a matar. ¿Hacemos algo para cambiarlo? Las fichas en el tablero se disputan la partida: unas a favor de seguir con el modelo de vivir del turismo, con ligeras y tímidas modificaciones, y las otras a que hay que reducirlo, modificarlo, decrecer. Con los nuevos en la poltrona, se está desmandando el modelo que, no nos llamemos a engaño, era muy parecido en tiempos de Armengol. La explotación de la belleza acabará en llanto. Siempre habrá unos ojos para encuadrarla, darle al clic y subirla a la red.

Me he ido a las Cabañas para pensar y viendo la humildad de sus cuatro paredes, me pregunto si es más feliz el gato que tras dar vueltas acaba encontrando donde ovillarse y cerrar los ojos o el guepardo que corre en la sabana para saciar su hambre. Ambos porque siguen sus instintos. ¿En qué lugar se perdió nuestro instinto de supervivencia si hoy estamos propiciando, permitiendo un sistema que nos va a aniquilar?

Me refugio en las cabañas que son para mí bibliotecas, salas de cine, un ficus centenario en un parque, un bar de barrio, un baño a primera o última hora del día y en Un cambio de verdad. Una vuelta al origen en tierras de pastores de Gabi Martínez.