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L as advertencias en cuanto al impacto del cambio climático sobre el turismo son reiteradas. El aumento de las temperaturas en el sur de Europa, y en el área mediterránea con cabeceras turísticas esenciales, como Balears, sugiere que los potenciales turistas dejarán de venir a esos destinos históricos ante un clima excesivamente caluroso y hostil. El diagnóstico sobre el tema está avalado por investigaciones solventes. La llamada de atención, intensa y amparada en datos, recuerda los augurios que se hicieron en la década de los años setenta acerca del calentamiento del planeta y de la necesidad de reducir de manera drástica el crecimiento económico.

Ahora bien, la siguiente fase, entrelazada con la que hemos descrito –la diagnosis–, debe abrir nuevas perspectivas para la política económica. Cómo encarar un problema –cambio climático y turismo– que, en su epicentro, infiere un tema central: transformar el modelo productivo. En los últimos años, se ha hablado y escrito mucho sobre este aspecto y sus derivadas, e incluso se ha cuestionado esa denominación («cambio de modelo»). Esto último es de menor enjundia. Porque, dígase como se diga, el hecho es que si aceptamos, como indica la ciencia, que los incrementos de las temperaturas van a incidir sobre el comportamiento del turismo de masas en aquellas zonas más afectadas por ese malestar climático, lo que se dibuja es evidente: reorientar la actividad turística y diversificar el tejido productivo en las regiones altamente especializadas en esa «industria invisible». Y es en este punto donde se crujen las costuras.

Un cambio en la pauta productiva de una economía supone costes de transición: no son costes cero. Se requieren esfuerzos, públicos y privados, si lo que se persigue es atajar los problemas detectados y ofrecer otras vías de crecimiento y desarrollo. En estos escenarios, las posiciones pueden polarizarse. Por un lado, quienes creen que el diagnóstico de la amenaza climática, sin negarlo, no es tan negativo como se pregona, de manera que se puede seguir trabajando el día a día, sin pensar en nada más que en los números de la próxima temporada turística. Por otra parte, quienes pretenden cambios rápidos, casi abruptos, con la argumentación –que es real– de que el tiempo se va agotando ante el avance del cambio del clima. En medio de ese fragor se suelen encontrar los policymakers, los que deben activar las políticas y aportar soluciones.

Un cambio de modelo no se hace ni por decreto ni por un alud de voluntarismo.
Se ejecuta a través de la gobernanza y con liderazgo explícito, con planificación estratégica, con inversiones: públicas y privadas. El mercado solo puede actuar en negativo, al adaptarse a un retroceso turístico por causas climáticas. El cortoplacismo es el primordial talón de Aquiles de la economía turística. Esto incide sobre gestores públicos y empresarios, instalados en el expansionismo cuantitativo del modelo, a pesar de que se puedan hacer ejercicios voluntariosos de preocupación ecológica. Ante lo que se presume como futuro, se impone hablar, sí, de cambio de modelo. O éste lo hará el mercado: sin más.