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El régimen talibán festejó ayer por todo lo alto su regreso al poder hace dos años, tras dos décadas embarrados en una guerra de desgaste con Occidente que no ha dejado nada bueno. En los 24 meses transcurridos, pese a las promesas iniciales de respeto a los derechos de las mujeres, hemos sido testigos de cómo, pasito a pasito, han ido arrinconando a más de la mitad de la población. ¿Su objetivo? Podar todas las ramas del desarrollo físico, económico, mental e intelectual de las mujeres para limitarlas al único papel que a estos cerdos les es imposible cubrir: la maternidad. Quieren convertir a las afganas en meras fábricas de nuevos ciudadanos para perpetuar la raza, la nación y el régimen. Seres humanos aislados, analfabetos y sometidos.

Con su lógica delirante, la mitad de los nacimientos obtendrá algunos derechos –poquitos, para qué nos vamos a engañar– y la otra mitad no gozará de ninguno. La última barbaridad que se les ha ocurrido es prohibir que las féminas visiten el parque nacional de Band-e Amir porque el ministro para la Prevención del Vicio y la Propagación de la Virtud entiende que hacer turismo no es «una obligación».

Así que otro terreno más mutilado para ellas con la meta de hacerlas desaparecer, ya no solo bajo hiyabs y burkas, también de las calles, de las universidades y negocios, de la naturaleza y los destinos turísticos. Este paso atrás se produce tras otros aún más aberrantes: prohibir el acceso de las niñas a la educación secundaria, de las mujeres a la universidad, el trabajo de mujeres afganas en las ONG internacionales, el cierre de peluquerías y salones de belleza, donde ellas establecían lazos sociales y conseguían llevar a casa algo de dinero. Una tragedia que sucede ante los ojos del mundo y que parece imposible detener.