TW
0

Tengo la impresión de que desconectar tiene que dar un gustazo enorme. El no va más de los gustazos. En estos días de vuelta a las rutinas personales, cada vez que te encuentras con alguien y le preguntas por sus vacaciones, se le cambia la cara y, como si hubiera sido expulsado del Paraíso, te suelta: muy bien, cortas, pero al menos he podido desconectar. Es como un cliché que se pronuncia deprisa, todo seguido, y que insufla al tipo que lo pronuncia un aire de nostalgia, como de felicidad perdida a la que sólo podrá regresar cuando vuelva a disfrutar de unos días sin trabajo. Ayer, en la telenovela de la sobremesa, el chico le dijo a la chica: deberías quedarte unos días en casa, descansando, y desconectar de todo lo que está pasando últimamente. Ajá –me dije yo–, la clave está en la famosa desconexión.

Desconectar es el secreto de la vida. Y yo me quedo con una sensación de envidia difícil de explicar. Principalmente porque yo jamás desconecto de nada. Es más, creo que mi interior debe de ser como un circuito de conexiones muy enrevesadas (puede que vayan del cerebro al corazón y viceversa, no lo sé) tan bien trazado que no hay manera de desprenderme de él. Da igual si me tomo unos días de descanso y me voy a un lugar tranquilo donde no me pueda interrumpir ningún sobresalto. Yo no desconecto. Así, pues, no me queda más remedio que joderme y seguir soportando con dignidad y estoicismo lo que sea que tenga que soportar. Cómo me gustaría a mí poder cortar los cables que me encadenan y amordazan. Pero es imposible. Ahora mismo, sin ir más lejos, ya habría desconectado de la pesadez del beso más trascendente de la historia de los besos. Mucho más que el beso del hombre tranquilo, otro beso de armas tomar. Pero si no se puede, no se puede. No le demos más vueltas.