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El otro día resolví una gestión de manera presencial. Fue en pocos minutos y después de intentos vanos –y prolongados en el tiempo– de intentarlo a través de un proceso supuestamente ágil y telemático (ay, Telémaco y la Odisea) que te obligaba a identificarte una y otra vez y a recibir confirmaciones e instrucciones para los siguientes pasos a través de mensajes en un móvil que debías consultar sin tiempo a completar los anteriores, lo que te obligaba a volver a empezar en una especie de historia interminable. Aquel día, ese en que resolví una gestión de manera presencial, había pasado por delante de una oficina de la Administración y entré, un poco como quien siente la llamada de un pastel en el escaparate de una pastelería.

Pregunté si esa gestión, que en realidad era obtener un salvoconducto para seguir haciendo gestiones, se podía hacer allí y amablemente me dijeron que sí. Supongo que se me iluminaron los ojos (lo noté en la simpatía del gesto, un tanto de complicidad) cuando me entregaron un papel impreso con lo que había intentado conseguir sin éxito otras veces. Y pensé que debía contarlo y no limitarme a un tuit o como quiera que se llame lo que escribes en la red que antes era Twitter y ahora es X. Y además, me pregunté (aunque todavía no he obtenido respuesta) cuánto tiempo debemos pasar haciendo gestiones absurdas y envueltos en la burocracia.

No hay peor maldición que condenarte a hacer gestiones. De todo tipo. Antes ibas de ventanilla en ventanilla, pero ahora llevas en el bolsillo una ventanilla, que es el móvil. Supongo que buena parte de las preocupaciones de la gente, de esas que luego se cuelan en los sueños, tienen que ver con las gestiones sin resolver. Y las de la Administración no son las peores. Si hasta Kafka dejó inacabado El proceso. Se murió antes y el libro se publicó tras su muerte. Qué metáfora.