Pues mira tú por dónde que este pasado domingo tan revuelto desde el punto de vista meteorológico estaba yo precisamente en Madrid, almorzando con una persona a la que estoy conociendo ahora mismo desde el punto de vista íntimo (en todos los sentidos). Y de repente, todos los móviles del restaurante y de la calle (incluyendo el de mi amiga) comenzaron a vibrar y a chillar al unísono con parpadeantes advertencias y rechinantes alarmas como si de una alerta nuclear se tratase. ¿Todos? Todos, menos el mío, que se mantuvo en un respetuoso y discreto silencio.
Aunque sin embargo, y ya puestos, lo agradecí, porque la alerta era por lluvias (y por lo tanto, no por la compañía ni porque tuviera que tener cuidado con ella), y porque nos permitió a ambos calibrar la gravedad de la situación, de manera que en cuanto las ingentes ráfagas acuáticas nos dieron un poco de tregua, decidimos acortar la sobremesa y buscar refugio donde poder dar rienda suelta a nuestros intereses comunes (y que cada quién imagine cada qué), a salvo de danas y de chaparrones y de chuzos de punta. Y así las cosas, extraigo pues de la aventura dos conclusiones: la primera, que no está mal que nos alerten de inestabilidades atmosféricas que puedan privarnos de múltiples placeres; y la segunda, que yo ya estoy tan perdido para la Administración debido a mis procaces aficiones y a esos múltiples placeres mencionados que me han abandonado por imposible…
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