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El otro día comentábamos que quizá la forma «suave» de forzar a que aterricemos en ese mundo que han diseñado los mandamases para 2030 sea a base de manipular precios para que los consumidores normales y corrientes nos dirijamos obedientemente en un sentido o en otro. No seremos libres de elegir, no porque nos impongan límites, sino porque habrá cosas tan prohibitivas que nosotros mismos nos alejaremos con prudencia. Está claro que los salarios no van a dispararse en la misma medida que sería necesaria para combatir la escalada de precios. A lo desorbitado de la vivienda, que ya adquiere visos de locura, podemos añadir ahora los coches. La movilidad colectiva es lo que es. No nos engañemos, en transporte público apenas se puede uno organizar con eficacia. De ahí que todo el mundo opte por el coche privado. Pero, ay, ese mercado, aparte de las restricciones sufridas durante la pandemia, empieza a dar señales de agotamiento.

Por caro. Carísimo, en realidad, y absurdo. Dicen los entendidos que el precio habitual ahora mismo de un coche normal y corriente recién salido de fábrica ronda los 23.000 euros, ahí es nada, el salario bruto de todo un año para la mayoría de la gente. Pero es que el mercado de segunda mano no anda mejor. Ya no es una opción válida: se han puesto en veinte mil pavos los vehículos usados. Con esa escueta diferencia casi nadie elegirá un coche viejo. O sí, el que ya tenía, al que forzará a sobrevivir unos cuantos años más, hasta que reviente. No nos extrañe que el parque móvil español sea el más envejecido del entorno, superando los catorce años. Síntoma inequívoco del empobrecimiento generalizado. Además de vivir bajo un puente tendremos que caminar sí o sí.