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Septiembre es el mes del regreso a la rutina. Con el inicio del curso escolar, se impone un orden distinto. Todo parece más sosegado y quieto. La gente, desaparecida durante las vacaciones, vuelve a sus puestos de trabajo. Comienzan nuevas programaciones en radios y televisores.

Todavía nos quedan días de sol y playa. Habrá mañanas luminosas y tardes largas, aunque ya anochezca antes. Esa sensación de libertad de horarios, fiesta, y momentos placenteros descubriendo lugares del mundo se acaba. Volvemos de aquellos viajes que preparamos con ilusión. Nos reincorporamos al presente.

Van imponiéndose las pautas, los horarios. Comienza un nuevo ciclo que va acompañado del regreso a los hábitos que rigen el curso, tras el paréntesis alocado o tranquilo que sea para cada cual el verano.

Hace años para mi la rutina era sinónimo de aburrimiento. Los cambios y las sorpresas se relacionaban con una existencia más atractiva. Con el tiempo entendí que la rutina puede ser un tesoro valioso que debemos cuidar.

¿Qué es la rutina? Seguramente la simple repetición de momentos pequeños que forman la cotidianidad. El día a día está hecho de esas rutinas que cada uno se marca: la hora de levantarse e ir a dormir, el ritmo del trabajo, la organización del tiempo libre. Para algunos la rutina está hecha de costumbres que nos acompañan y nos ayudan a vivir: aquel recorrido que repetimos todos los días, las personas que encontramos en el trayecto, el bar donde desayunamos, las series y los libros que tenemos cerca. La rutina son los paseos de siempre, las tardes de cine, las comidas en familia los domingos, la escapada semanal al súper o al mercado, el quiosco de la esquina donde nos detenemos.
La rutina no es el aburrimiento, sino lo conocido y lo cercano. Aquellas cosas que a veces no sabemos valorar porque ignoramos la importancia que tienen: la capacidad de construir la vida o de llenarla de sentido, de crear nuestro particular universo.