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Me gustaba mucho leer los artículos de la lingüista Carme Junyent, que nos dejó el pasado día 3. Demasiado pronto. Me gustaba leerla porque se expresaba con claridad y sencillez, como buena profesora, y porque creo que para defender sus teorías utilizaba ante todo el sentido común. Si apelas al sentido común, seguramente las ideas más descabelladas son fácilmente aceptadas o rechazadas con bastante acierto. Aunque era una autoridad muy valorada en el estudio de las lenguas amenazadas y la antropología lingüística, debería haber sido aún más conocida. Simplemente porque ella ayudaba mucho en el noble arte de doblegar la estupidez humana. Lo hacía hablando y poniendo ejemplos muy clarificadores de todo cuanto deseaba exponer. La verdad es que no la conocí nunca, pero lo importante es haber tenido ocasión de conocer su legado. De sus artículos y las entrevistas que concedió se deduce, ante todo, el amor que sentía por su oficio de lingüista -que no filóloga-, así como su lucha por defender la prevalencia del catalán a pesar de la dificultad que tal empresa lleva aparejada. He disfrutado mucho leyéndola. Y no sólo como filóloga -que no lingüista-, sino aún más como compañera de camino en la distancia. En La vida no és breu nos contaba que hace un tiempo empezó a confeccionar una lista con todas aquellas cosas que quería hacer antes de morir, y que estaba consiguiendo cumplirla. Eran cosas sencillas, como un trayecto en autobús por la ciudad que fue imposible realizar porque antes desapareció la correspondiente línea. Y en Soles explicaba aspectos de su solitaria vida, con la que se sentía feliz a pesar de su innegable dureza. Su último deseo fue poder Morir-se en català. No sé si llegó a cumplirlo.