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El historiador Juan José Negreira acaba de esclarecer el asesinato de la condesa de Rocamari en la Menorca republicana de 1936. Este crimen tuvo tal repercusión en la memoria de la isla que ha creado multitud de mitos y ya era hora de que se abordara de manera seria. Negreira afirma en su libro Menorca 1936 que el caso es impactante «por ser la única mujer asesinada, por ser la viuda de quien era, por haber sido ultrajada y por la cruel e inhumana forma de matarla».

Hercelia Solà Cuschieri era natural de Palma y tenía 49 años cuando comenzó la guerra. La verdad es que nunca tuvo título de condesa, pero era tratada como tal. Su marido era el capitán de fragata Federico Garrido Casadevante, segundo jefe de la Base Naval de Mahón y partidario del golpe militar en julio de 1936. Al fracasar la conspiración en Menorca, el marido fue detenido por los republicanos y asesinado el 3 de agosto. Como no tenía hijos, Hercelia se quedó sola con sus sobrinos, sumida en la pena y el odio. Su hermano, un veterano anarquista de Barcelona, acudió a recogerla y el 23 de agosto tomaron una decisión fatal: embarcarse rumbo a Cataluña, él con joyas escondidas y ella con un papel que contenía la lista de los militares asesinados. Un carabinero los detectó y ella quedó detenida.

A partir de ahí, no está claro qué ocurrió con Hercelia. Los testigos confirman que se resistió a sus captores y sufrió maltratos. Algún autor afirma que la violaron, aunque no está demostrado. Aquella misma noche la llevaron al extremo más oriental de España, la punta de s’Esperó, para asesinarla junto al alférez mallorquín Facundo Flores Horrach.

Negreira aporta la valiosa declaración de un testigo, Juan Grau Sans, el vigía de la Fortaleza de la Mola. Afirma que de madrugada llegaron dos coches. Primero bajaron a Flores y «le pegaron varios tiros, desplomándose. Una vez en el suelo, lo arrastraron y lo tiraron por el escarpado yendo a parar al mar». «A continuación, bajaron a una señora que ya no podía tenerse en pie y, conduciéndola entre dos, la llevaron al mismo sitio donde hoy hay una lápida, y estando sujeta por dos de ellos sonó un tiro desplomándose. También la tiraron al mar, pero el cadáver se quedó en un saliente de las numerosas rocas formadas por el acantilado». En realidad, no queda claro si el cuerpo enganchado en las rocas era el suyo o el de Flores. Lo que es seguro es que unos soldados tuvieron que bajarlo por la mañana y tirarlo al mar con una piedra atada al cuello.

Ninguno de los cuerpos apareció jamás. Tras la guerra, la dictadura condenó a muerte a algunos de los presuntos culpables y levantó una pequeña cruz en s’Esperó. La propia madre de Hercelia encargó la placa: «Aquí pereció vilmente asesinada por las hordas rojas…». La cruz no se ha derribado porque está en zona militar. Durante años, los soldados que cumplían servicio militar allí contaban la leyenda de la Dama Blanca, el espectro de una condesa que rondaba por las noches. Algunos creían oírla confundida con el fuerte viento, como si todavía se lamentara desde el acantilado.

Los sobrinos nietos de Hercelia siguen viviendo en Menorca. Inés Solà Pretus recuerda a su padre «traumatizado» por la historia: «Nadie podía nombrar a la tía». Confiesa que en los últimos años han rendido pequeños homenajes en s’Esperó, pero siempre en secreto, en la intimidad familiar.