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La editorial Lleonard Muntaner acaba de publicar uno de los mejores diarios de la Guerra Civil que se conservan. Lo escribió el soldado Pere Pahisa Bigas, un joven catalán que luchó en el bando sublevado porque el conflicto le cogió en Mallorca y acabó gravemente herido en el frente de Extremadura. El nivel narrativo es realmente sorprendente y permite al lector sentir las interminables penurias de las trincheras.

Pere Pahisa era de Sant Cugat del Vallés (Barcelona) y tenía 22 años cuando comenzó la guerra. El golpe le sorprendió cumpliendo el servicio militar en el Regimiento de Infantería de Palma, en el cuartel del Carmen de La Ramblas, y no tuvo más remedio que obedecer. En el diario no habla de política. Era una persona sin ideología definida que, simplemente, se negó a abandonar a sus amigos de la mili.

Su primer destino fue la azotea de la casa Cros, el edificio más alto de Palma, cerca del actual El Corte Inglés de Avenidas. Su misión era ametrallar a los aviones de bombardeo, pero nunca acertaron. Vivía muy preocupado por su familia porque, al quedarse en zona enemiga, ya no podía cartearse con ella: «Compramos La Última Hora, diario de la noche, y se ve que en Barcelona estos primeros días de revolución han sido horrorosos».

El 16 de agosto de 1936 esa revolución desembarcó en Porto Cristo. Pere fue enviado al día siguiente y cuenta que en las afueras de Manacor vieron «un montón de cadáveres ardiendo». «Supongo que debían de ser los fusilados, ya que aquí no estaba el frente. A partir de entonces, se acabaron los cánticos. Parecía que íbamos camino de la muerte».

Luchó durante 20 días en Porto Cristo con una escuadra al mando de una ametralladora y sufrieron dos desbandadas ante las arremetidas de los milicianos antifascistas, una de ellas en la Torre del Moro. Revela que dos de sus compañeros, Barceló y Pisá, fueron fusilados por retirarse y que otros se pasaron de bando. Un día apresaron a un enemigo: «Nos rogaba, por su madre, que no lo matásemos, que él había venido engañado. Creo que no podrá contarlo, ya que oí el fusil ametrallador». El 4 de septiembre fueron sorprendidos con la retirada enemiga.

En abril de 1937 fue destinado a Cogolludo, en el frente de Guadalajara, donde pasó un año «desastroso» porque carecían de todo. Para comer tenían que cazar liebres, pescar en el arroyo y robar en los huertos. Por la noche, hablaban «con los rojos» desde las trincheras. Algunos de los enemigos eran de su pueblo y temía tener que enfrentarse a su primo y amigos: «Sería fácil que hiriera a uno de los míos. Eso es lo malo de las guerras dentro de una misma nación».

Relata la muerte de varios compañeros mallorquines: «Durante la guerra se hacen verdaderos amigos. Por desgracia, los míos, no diré que cayeron los mejores, pero sí que los sentí en el alma porque juntos pasamos muchos sufrimientos».

En julio de 1938 fue herido en el frente de Extremadura y perdió para siempre la movilidad de la mano izquierda. Tras la guerra, volvió a Sant Cugat como caballero mutilado y fue compensado con la dirección del matadero municipal. Murió en 2013 con 99 años. Su hija Montserrat lo recuerda como «una persona íntegra» que siempre ayudaba «a todo el mundo». «Estoy muy orgullosa de mi padre». «Mis nietos y yo es como si hubiésemos hecho la guerra. Siempre contaba historias en las sobremesas».