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Aunque no lo parezca, por estas fechas estamos preparando la inminente Navidad. Que nadie lo diría porque seguimos yendo a la playa pensando que este fin de semana será el último. Con los supermercados llenos ya de turrones y los Ferrero Rocher de vuelta a las baldas, aún atacamos al gazpacho a mediodía. Las luces navideñas ya están colgando desde hace semanas y los billetes de avión ya han comenzado su escalada. Qué maravilla notar otra vez los efectos de la inflación festiva en los asientos aéreos. Total, solo vivimos en una isla. La migración invernal en busca de la familia cercana que está lejos se paga caro. Un vuelo con destino a la España vaciada en fechas clave se cotiza a un viaje al sudeste asiático con escala en Doha.

Total, si pese a la abultada factura luego nos hacen ir aprisionados en una cápsula de metal, abarrotados en asientos ínfimos. La azafata te mira con condescendencia cuando no te caben las piernas. Como si medir un metro ochenta, en caso de cualquier humano, sea hombre o mujer, fuese una rareza digna de llevar a un circo. Nos echan la culpa de nuestras hechuras para intentar hacer olvidar que meten más asientos en un Boeing o un Airbus y así incrementan la factura final. Lo de las maletas en cabina ya es el esperpento. En un reciente vuelo he visto al responsable del embarque cobrar 65 euros por maleta que iba directa a la cabina. Aunque la Unión Europea haya sido más que tajante: «La ensaimada te la dejo pasar, la maleta no». Añoro Air Berlin, con sus asientos amplísimos y sus bocadillos de salami y el reparto de periódicos y revistas. Algún día tendremos que contarles a nuestros hijos esos viejos lujos.