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Pues parece que ya no falta mucho para que todo ser humano lleve en su interior a un psicólogo o a una psicóloga. Es cuestión de unos pocos años. Lo he podido deducir después de ver la agenda escolar de los niños para este curso. Impresionante. Las tres primeras hojas son un manual sucinto y colorido con el cual, ya desde el parvulario, van a poder estudiar –¡qué digo, estudiar!–, investigar el estado de sus emociones. Y no dos ni tres, sino cien. Cien emociones, cada una con su colorín, que deberán colocar en un rectángulo, una especie de tablero de parchís. Parece ser que el alumno, al llegar a clase, tiene que saber reconocer cómo se encuentra (la lista de emociones es más abrumadora que la de los reyes godos) y, según su estado, reaccionar para ponerle remedio. Pongamos un ejemplo: el niño no ha tenido un buen despertar y llega al cole cabizbajo. Nada más entrar, deberá preguntarse cómo se siente. Pues cansado, soñoliento, perezoso, distraído, etc. Ah, esto hay que solucionarlo. De inmediato se pondrá a buscar en la página de las emociones coloreadas y se dirá, entusiasmado: lo que me pasa es que no tenía ganas de venir. No pasa nada, porque a toda prisa buscará algún adjetivo que encaje y listo. A remediarlo se ha dicho. Y, en un periquete, ya estará jugando con sus compañeros más feliz que una perdiz. Maravilloso, este manejo de las emociones, que de un tiempo a esta parte lo gobiernan todo. Porque al colegio ya no se va a aprender conocimientos (algo pasadísimo de moda). Yo no sé a qué se va, la verdad. Pero este entretenimiento, al que han bautizado como ‘metamomento' (saber ver lo que te pasa y ponerle remedio) va a tener a estos futuros psicólogos (o psicólogas) muy atareados.