Podría parecer absurdo, y lo es, que una ley de bienestar suscite malestar, pero es lo que está ocurriendo en algunos sectores, de la caverna agropecuaria particularmente, con la recién implantada Ley de Bienestar Animal. Ahora bien, dejando a un lado la resistencia de algunos ganaderos intensivos a proporcionar mayor espacio vital a los pollos y, en general, mejores condiciones de todo tipo en sus explotaciones a cerdos, conejos y demás criaturas de tan triste destino, es en el apartado de los llamados animales de compañía o, más antropocéntricamente si cabe, ‘mascotas', donde el malestar humano por el bienestar animal se dispara.
Aquellos que suponen que el animal con el que conviven es sólo eso, una ‘mascota', y no, cual es en realidad, una criatura como ellos, y a menudo bastante mejor que ellos, le han cogido una gran tirria a esa ley, pese a que la mayoría ni se la ha leído. Ven ella un ardid recaudatorio de la Administración, de las clínicas veterinarias y de las compañías de seguros para amargarles la vida.
Sin embargo, de la parte de aquellos otros que sí aman de verdad a los bichos, y los respetan y los atienden como dios manda, también recibe acerbas críticas la Ley de Bienestar Animal, y mucho más fundadas. Primero, porque deja fuera de su amparo a los perros de caza, que constituyen el colectivo canino más maltratado, y, segundo, por tratarse, tal y como está concebida, de un infame instrumento para el exterminio de los gatos, que, como se sabe, nos honran desde hace 10.000 años con su maravillosa compañía. En efecto; según esa ley, hay que esterilizarlos a todos, a los que viven en casa y en la calle, lo que equivaldría, de aquí a poco, a su desaparición.
Algunos granjeros intensivos andan aterrando a la población diciendo que con la nueva ley, que les obligará a gastar algo en mejoras, el kilo de pollo se pondrá a 10 y hasta a 20 euros.
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