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Según la idea moderna de libertad, hija de la ilustración, el ser humano es libre no tanto por su capacidad a elegir entre lo bueno y lo malo, entre lo verdadero y lo falso, como por el poder de decidir si algo es bueno o malo. En la modernidad, la libertad dejó de ser una cualidad fundamental del ser humano para convertirse en su fundamento, convirtiéndose como la capacidad irrestricta e ilimitada del ser humano de hacerse a sí mismo. En esta línea el liberalismo logró limitar el poder político absoluto al tiempo que fomentó un ejercicio absoluto de la libertad humana (sin más límites que los establecidos por las leyes).

A esta visión contribuyó también la perspectiva atea y anticristiana de buena parte del pensamiento ilustrado, así como algunas de las ideologías que le siguieron (liberalismo, nacionalismo, y socialismo, entre otras) presentando modelos prometeicos de libertad o emancipación. Desde entonces, no pocos pensadores han visto al cristianismo como enemigo abatir. Afirmó Voltaire que «Jesucristo necesitó doce apóstoles para propagar el cristianismo; yo voy a demostrar que basta sólo uno para destruirlo». También es bien conocida la sentencia de muerte de Nietzsche: «Dios ha muerto. Dios permanece muerto. Y lo hemos asesinado».

Las consecuencias políticas y económicas de esa absolución de la libertad a lo largo de los siglos XIX y XX son bien conocidas, tanto los estragos del liberalismo clásico (en el problema obrero, por ejemplo) como los de la propia alternativa de los dirigentes totalitarios (marxismo, fascismo y nacionalsocialismo), además de los efectos trágicos de dos guerras mundiales.

En resumen, el cristianismo ama la libertad. Sabe que su vida no sería propiamente humana si renunciara a amar en libertad, que no sería realmente libre si se desentendiera de la verdad, y que no podría acceder a la verdad si no se atreviera a pensar por si mismo. En realidad el sapere aude kantiano tiene profundas raíces cristianas.