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Tardó demasiado la Unesco para promocionar un día mundial dedicado al olivo, árbol mítico de los que hay más de mil millones y aumenta la plantación. Fue en el 19 y se celebra este mes, muy oportunamente, cuando la recogida está en plena campaña y las almazaras sobrepasadas por productores que buscan cosechas de bajo rendimiento y mayor calidad. El grueso de la campaña se queda para después, para cuando las aceitunas estén bien negras, las lluvias las hayan engordado y den más aceite de calidad estándar. Antes se escuchaba decir a agricultores que la oliva que se recogía antes de enero dejaba mucho aceite en el madero. La lucha por la supervivencia o la codicia, cualquiera sabe, se ha movido frecuentemente entre la cantidad y la calidad. Ahora no sé por qué el olivo me recuerda que algo parecido pasa en el turismo. Bueno, que si hay un día para la olivera, éste parece el año del aceite por el precio, los oportunistas, las bajas reservas, la incertidumbre de la cosecha en las zonas más productoras y cierta obsesión doméstica. Se dosifica el virgen extra con cuentagotas en ensaladas o pambolis y se cocina con otros más baratos y sucedáneos. Quizá por eso se ha desatado la fiebre del autoconsumo, la vuelta a los pequeños olivares abandonados, a un par de árboles del jardín, del patio y los que quedaron en la parcela de la caseta dominguera. El ingenio comercial ya ha inventado minialmazaras portátiles que procesan íntegramente una cantidad mínima de kilos para un poco de eso que llaman oro verde. Desperdiciar es pecado.