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Una de las servidumbres de los titulares en cualquier medio es la de que, en aras a atraer la atención del destinatario -sea lector, oyente o telespectador-, estos a la fuerza han de emplear la brocha gorda para sintetizar los hechos en unas pocas palabras.

Se supone, no obstante, que en el cuerpo de la noticia aparecen los grises y los matices, sobre los que más tarde los analistas terminarán haciendo su disección, que llega únicamente a quienes, además de leer, escuchar o ver, tienen la voluntad de reflexionar sobre lo que acontece.

El problema viene cuando en el debate diario desaparece esa gama cromática y la propia sociedad, inducida por políticos maniqueos de toda condición, castiga las opiniones que no dan apoyo incondicional y sin fisuras al blanco o al negro, al rojo o al azul, pretendiendo convertir el planeta en una gigantesca esfera bicolor, en la que, por supuesto, un tono es el bueno y el otro el malo.

Esta demencial deriva de la controversia pública, acentuada hasta el paroxismo por el peso de las redes sociales en la conformación de la opinión, conduce a la masa social hacia una inevitable confrontación, de la que nada bueno cabe esperar.

Comparar la pluralidad política y mediática de los años de la Transición con la fractura social a la que asistimos hoy en España provoca una tremenda desazón en quienes hemos vivido ambas épocas.

Vengo siguiendo a Javier Milei desde hace más de un año. Me impactaron algunas de sus intervenciones en los medios argentinos. Sin duda, trataba de provocar y poner patas arriba el escenario partidista en la Argentina. Ahora bien, calificarlo sin más de ultraderechista se me antoja como intentar pintar la Gioconda a rodillo. Milei no es un indocumentado sin trayectoria profesional como, por desgracia, lo son muchos de los políticos españoles que ocupan cargos de la máxima responsabilidad. Los gobiernos de Sánchez son muestra palpable de ello. Bien al contrario, se trata de un brillante economista que llegó a dirigir el Banco Central de la República y que fue catedrático de Macroeconomía en la Universidad de Buenos Aires. Sus ideas para revertir el fracasado balance de setenta años de peronismo puede que sean radicales, pero tienen poco de fascistas o de ultraderechistas. Más allá de las bobadas que imprudentemente le dedicó nuestro presidente del Gobierno, si hay que calificar con un solo término a Milei este sería el de liberal, y los totalitarismos de toda condición, si algo tienen en común, es el culto al estado como salvador, a la colectividad por encima de los individuos, algo que históricamente ha justificado las mayores atrocidades a una margen y otra. Fascistas y socialistas -el comunismo no es más que el socialismo aplicado- comparten ese esquema mental y, por consiguiente, se ven en la imperiosa necesidad de desacreditar y criminalizar todo aquello que se oponga a su concepción, situándolo, paradójicamente, en el espectro ultra. El extremista siempre es el otro.

Si a ello unimos que el relato imperante ha sido cuidadosamente diseñado desde la izquierda, se comprenderá por qué los españoles, atónitos por esa elección, tienen tan pocos elementos de juicio para ponderar con justicia a Javier Milei. La brocha gorda es religión en la política española.