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Esta semana se descubría el pastel del policía local que alquilaba 73 infraviviendas en Palma con precios que oscilaban entre los 350 y los 700 euros al mes. Echando cuentas, el negocio era redondo. Más de 36.000 euros de ingresos mensuales, casi medio millón de euros al año. Aunque queda un pequeño detalle en el aire: son cuartuchos de ocho metros cuadrados, sótanos, estancias sin ventilación y llenas de humedades, cuartos divididos hasta el infinito. La infravivienda en estado puro.

La necesidad es un negocio suculento. En una ciudad en la que la vivienda es un bien escaso, algunos saben que es un filón de oro del que deciden aprovecharse. Y los más débiles son las víctimas. Personas sin papeles, con empleos precarios, son el objetivo. Mientras tanto, los trabajadores sociales advierten que nunca hasta ahora habían visto a tantas personas con trabajo que se ven en la necesidad de pedir ayuda para comer. Lo que para unos en una coyuntura boyante, para otros es pura miseria.

De nada sirven las oficinas de antiokupación cuando el alquiler medio de una vivienda de tres habitaciones ya supera los 1.200 euros. Eso no hay familia que lo soporte. Vivir con dignidad es cada vez más difícil en una isla y en una ciudad que van a morir de éxito. Y para malvivir de esta manera, algunos ya están optando por hacer las maletas e irse a la Península.

La solución no pasa por darle más alas a Desokupa ni ponerle trabas a la limitación del precio de la vivienda. No puede ser que exista una nueva clase social, la de los desheredados a merced del precio del alquiler. Y algunos han decidido aprovecharse de ellos.