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Ya de pequeña me aburrían bastante las historias fantásticas y no digamos la ciencia ficción. La posibilidad de que existieran otros mundos y la presencia de seres fantásticos en el nuestro jamás me interesaron. Ni hadas, ni superhéroes, ni universos imaginarios despertaron en mí el más mínimo interés. Me gustaban los cuentos en los que los personajes eran reales. Y todo cuanto les pasaba tenía que ser posible. Y si había la más mínima posibilidad de que esas cosas me pasaran a mí, todavía me entusiasmaban más. Al final se trataba de historias de niñas que iban al colegio, que tenían amigas, que vivían en pueblos pintorescos y cuyas vidas se parecían -aunque fuera solo un poco- a la mía. Puede que alguna vez viviesen aventuras maravillosas, pero siempre eran a la vez posibles y reales. Por eso me gustaban los libros de Enid Blyton, La casa de la pradera, Mujercitas o Ana de las Tejas Verdes, por ejemplo. Menos mal que las historias de Harry Potter me cogieron ya muy mayor… Ni pócimas milagrosas, ni seres con poderes ocultos, ni universos paralelos. En fin. Creo que no he cambiado, pues todo lo que sabe a experiencia extraordinaria me sienta fatal. Como persona de letras puras -especie en extinción desde hace décadas-, no tengo conocimientos de física. La probabilidad de que existan universos paralelos independientes, el multiverso, ni me interesa ni me atrae. Se puede decir que me trae al fresco. De hecho, me parece que en estos últimos años ya estoy viviendo de espaldas a una vida paralela muy en boga, compuesta por multitud de redes que enganchan y captan a la población mundial. Son unas redes que de vez en cuando se incendian y arden (no sé qué diría la física al respecto), en las que habita casi todo el mundo la mayor parte del tiempo. No sé qué hacen allí. Yo, en serio, no me entero de nada.