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El principal reproche de la izquierda revisionista al llamado ‘Régimen del 78’ es su supuesta conexión con la voluntad del dictador, fallecido en un hospital público tres años antes de su promulgación.
El argumento de que Franco previera una Constitución que acabaría con los cimientos ideológicos y morales de su dictadura es algo que resulta bastante cómico a los de mi generación, aunque constato que el empobrecimiento general del lenguaje –la ironía se entiende fatal hoy en día– y el analfabetismo de nuestra juventud con relación a la historia reciente de España provocan que a las nuevas hornadas de españoles este disparate, sostenido por algunos representantes públicos, no les produzca hilaridad, sino dudas. Es difícil dar explicación a los acontecimientos recientes cuando se desconoce casi todo de lo que pasó en nuestro país hace unas pocas décadas, salvo algunos clichés sectarios, perpetuados y hasta fomentados desde los extremos.

Aun así, concuerdo que nuestra Carta Magna es hija del franquismo, como éste lo fue –bien legítimo y hasta previsible– de la II República, y ésta, a su vez, se coció en los rescoldos de la Dictadura de Primo de Rivera (el general, no el político hijo de éste), y ésta se construyó, también, sobre los escombros del régimen de la Restauración de 1876…Y así hasta el Big Bang.

El problema no es de dónde venimos, sino qué queremos ser. Todos, hoy en día, podemos considerarnos hijos, nietos o biznietos del franquismo, para lo bueno y para lo malo. Pedro Sánchez es hijo del desarrollismo del último franquismo, como Francina Armengol y todos cuantos nacieron en las postrimerías del régimen.

La Constitución es también hija de la Ley de Reforma Política de 1976, aprobada masivamente en referéndum, previo harakiri de las Cortes a instancias de un joven presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, criado en la doctrina del Movimiento y convencido de que era necesario evolucionar con la sociedad. Pero es, asimismo, hija del Partido Comunista de España y de la voluntad de políticos como Santiago Carrillo, rojo y republicano, que entendieron que el futuro posfranquista solo podía surgir de la convivencia pacífica y democrática entre españoles con ideas muy distintas, sin volver a caer en la tentación de dividir a los ciudadanos entre buenos y malos en función de su ideología, de su religión o de su condición.

Aunque la Constitución de 1978 es, sobre todo, hija ilustre de todos cuantos lucharon entre sí durante nuestra Guerra Civil, aunque no supieran muy bien por qué. Se la debíamos y fuimos capaces de dársela. Hoy no tengo claro que aquella gesta se repitiera.

Lamentablemente, Sánchez y su infame maestro, Rodríguez Zapatero, no comulgan con ese credo, sino que trabajan para regresar a las esencias de lo peor de nuestro pasado, aquel que buscaba sacar rédito partidista de perpetuar las dos Españas, de la división maniquea y de la destrucción del adversario, política, moral y, llegado el caso, física.

Que nuestro régimen democrático sea hijo de nuestra historia no es, pues, nada reprobable, pues ha ocurrido así en todo el devenir de la humanidad. Lo que sí es deleznable es negarnos la historia y, en su lugar, sustituirla por la enfermiza fantasía de que volvemos a estar en febrero de 1936.