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También el 6 de diciembre de 1978 fue un miércoles, el mismo día que esta semana ha festejado el cuadragésimo quinto aniversario de aquel plebiscito en el que casi el 88 % de los votantes expresaron con rotundidad su apoyo a la Constitución. Y como manda la tradición, las voces más diversas han coincidido en la loa del significado y los efectos de la ley máxima durante este prolongado lapso de tiempo; incluso quienes avalan los encuentros ocultos en Suiza entre los representantes de un delincuente y los del partido del Gobierno.

Sólo el fanatismo de partido, por triste que resulte, permite explicar cómo personas con criterio propio, bien amuebladas, con prestigio político o intelectual labrado a lo largo de extensas trayectorias personales y profesionales aplauden con devoción las decisiones de un dirigente, Pedro Sánchez, que ya ni disimula su carácter netamente cesarista. Tanto las elites significadas como el militante fiel que secundará las siglas pase lo que pase no revelan síntoma alguno por haber sido engañados sin subterfugios. Todo aquello que se negaba antes de las elecciones –amnistía, pactos con secesionistas, acuerdos con la extrema izquierda, incluso con la más siniestra, Bildu– se convertía en ineludible el día después de los comicios. El Gobierno de Sánchez puede hacer gala de legitimidad parlamentaria, pero no por ello deja de ser un gobierno construido sobre mentiras. Y todos los acólitos, ministros de relumbrón o anónimos militantes, lo aclaman con el mismo entusiasmo partidista. Antes y después. Cuando menos resulta difícil de entender. Todos, del primero al último, han sido convertidos en peones en el proceso de transformación de un partido, aquel PSOE, en plataforma de poder personal, sin filtros ni controles internos.

Ahora, Sánchez recurre de nuevo al victimismo: yo no quería (amnistía), pero no he tenido más remedio. El objetivo es desde el primer instante evitar la alternancia en el poder, que es la seña de identidad de cualquier democracia que se precie como tal. Sánchez lidera la confabulación para impedir que gobierne la derecha y la extrema derecha, dicen, al tiempo que descalifican cualquier opción que no se someta a sus dictados. Su ofuscación ha de servir incluso para explicar la humillación de dar coba a Puigdemont y su mesa de negociación a escondidas en Suiza, con un mediador internacional, a sabiendas de que tendrá que obligar al país a tragar con todo lo que pide el delincuente –amnistía, referéndum de independencia y dinero, mucho dinero–, o se acabará su estancia en La Moncloa.

La presidenta del Congreso, Francina Armengol, hacía votos para «ser capaces de sentarnos en una mesa, dialogar y, a partir de ahí, buscar los consensos y las mejores soluciones». Se ha de tener la misma desfachatez que su jefe Sánchez para pronunciar esas hermosas palabras y no sonrojarse, justo cuando el sanchismo está empeñado en levantar un muro para aislar a todos los críticos con sus manejos y su gestión. Diálogo, dice, sí, pero con exclusión del primer partido del Parlamento. Con motivo de la inauguración de la legislatura, el rey Felipe VI habló con serenidad de convivencia, bien común, confianza, responsabilidad. No se tiene noticia de que ningún diputado o senador del sanchismo se diera por aludido.