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Hace unos días, en una entrevista en horario de máxima audiencia, tronaba José María Aznar contra el presidente Pedro Sánchez por ir a Israel y Palestina «y no pedir la liberación de los rehenes, no criticar el ataque [de Hamás] y, además, decir que se está organizando una matanza premeditada [de civiles por parte de Israel]». Aznar mentía. En realidad, Pedro Sánchez había condenado sin paliativos el brutal ataque de Hamás y pedido la liberación de los rehenes, pero también se declaró horrorizado ante la desaforada respuesta israelí, más de 18.000 víctimas palestinas a día de hoy, la mitad menores de edad, tal y como ya había hecho en su discurso de investidura: «Se debe respetar el derecho de Israel a defenderse de los ataques terroristas de Hamás, pero la matanza indiscriminada de civiles inocentes, incluidos miles de niños y niñas, es absolutamente inaceptable». Nótese la maña trilera de Aznar al cambiar «matanza indiscriminada» por «matanza premeditada».

Las que sí eran premeditadas eran las mentiras de Aznar en la entrevista, y no debería sorprendernos en quien nos metió en una guerra asegurando empecinadamente que en Iraq había armas de destrucción masiva (es el único miembro del trío de las Azores que sigue sin disculparse) y remachó el engaño negando, también hasta hoy y contra las evidencias encontradas por su propia policía, que ello tuviera que ver con la matanza del 11-M. Que Aznar mienta no supone demasiado problema, tiene al fin y al cabo poca credibilidad. El problema es que, siguiendo su ejemplo, la mentira desvergonzada y sin complejos se ha convertido hasta tal punto en el arma política cotidiana del PP que puede hablarse ya de una estrategia en toda regla.

Un ejemplo: en el último debate electoral entre Sánchez y Feijóo, la mayoría de las intervenciones del candidato del PP consistían en una ristra acelerada de afirmaciones que, entre verdades entreveradas, colaban datos equivocados cuando no clamorosas mentiras; era imposible hacer frente a aquella catarata de falsedades porque detenerse a desmontar una implicaba dejar pasar las demás, y quien calla otorga, así que sólo quedaba el escuchar atónito tanta desvergonzada y consciente mendacidad. Una muestra: Feijóo afirmó que el PP, que había votado reiteradamente en contra del nuevo cálculo para revalorizar las pensiones, muy beneficioso para los jubilados, había votado a favor. La sensación de impunidad del mentiroso es tal, que cuando en una entrevista posterior una periodista, Silvia Intxaurrondo, le dijo que estaba dando una información falsa (también sobre pensiones, por cierto) Feijóo se quedó asombrado no porque lo hubieran sorprendido en una mentira, sino porque se atrevieran a decírselo. Al día siguiente, los medios afines al PP pedían a gritos el despido de la periodista que había osado decir que el rey estaba desnudo.

Porque éste es el meollo de la cuestión. La mentira sistemática como arma de combate ha acabado haciendo irrespirable el clima político del país al amplificarse a través de los altavoces mediáticos de la derecha, ominosamente mayoritarios en prensa, radio y televisión, y activísimos y sin filtros ni escrúpulos en internet.

De la mentira a la calumnia hay pocos pasos, y luego hay un suave y risueño deslizarse hacia el insulto crudo como el «me gusta la fruta» de Ayuso, afirmar que Pedro Sánchez «debería irse del país en un maletero» de Tellado, o «habrá un momento en que los españoles querrán colgar a Sánchez de los pies» de Abascal.

Una ceremonia de la confusión que pretende crear una realidad alternativa que persigue la consecución del poder a cualquier precio: crispación, polarización y destrozo de la convivencia, a la espera de la receta que ya nos adelantó Cristóbal Montoro «dejad que caiga España, que nosotros la levantaremos». En fin, una derecha que cuando está en la oposición no quiere ni pactos, ni diálogo, solo destrucción, y para ello vale todo, incluso incumplir la Constitución y la ley y, para muestra su obcecada negativa a la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Sería recomendable, por el bien del país y de nuestras instituciones, que la derecha se abriese al diálogo, ejercitando el espíritu que alumbró la Constitución, que tanto dice defender.