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Posiblemente es una de las películas más bellas y necesarias del cine español de los últimos años. Basada en la novela de Francesc Escribano del mismo título, nos cuenta la historia real de un maestro de pueblo que, en los meses anteriores al golpe de Estado franquista, intenta implantar una pedagogía revolucionaria heredera de la Institución Libre de Enseñanza y las Misiones Pedagógicas. Y nos cuenta su historia a través de los ojos de la nieta de uno de sus alumnos que intenta saber qué fue de su bisabuelo, uno de los miles de desaparecidos que duermen en las cunetas y fosas comunes que han sepultado nuestra historia de injusticia y olvido.

Soberbiamente dirigida por Patricia Font, la película cuenta con unas interpretaciones que nos llegan a lo más hondo y lo hacen para quedarse. Imposible olvidar la imagen de ese maestro encarnado en un Enric Auquer en estado de gracia, o la de Laia Costa dando vida a esa nieta que intuye que la memoria no es sinónimo de pasado, sino de identidad, y, cómo no, la de Luisa Gavasa, una de las mejores actrices de este país, a la que le bastan un par de planos para crear a esa vecina del pueblo cuyos sueños jamás han podido salir de sus estrechas calles.

La vida de Antoni Benaiges, ese maestro idealista que quiere regalarles a los niños la mirada de la libertad, fue, como la de tantos otros maestros, y , sobre todo, maestras de la República, un hermoso viaje hacia lo que en verdad significa ser un ser humano, un viaje al conocimiento, al saber, al compartir un sueño de justicia y de libertad, un bello viaje truncado por la sinrazón y la barbarie de quienes tienen miedo a la libertad, de quienes no quieren saber o conocer, sino dominar, de aquellos para los que sólo sus ideas valen, de aquellos capaces de matar a quienes piensan diferente, de asesinar a quienes se atreven a ser libres. La geografía española está llena de fosas donde esos maestros a los que les quitaron la vida por defender el sueño de la libertad y de un mundo más justo, nos siguen interpelando desde su silencio. Cuarenta años de dictadura y casi cincuenta de democracia no han sido suficientes para que les hagamos justicia, para que en verdad asumamos lo que fueron capaces de hacer para hacernos a todos libres. Recordarles, honrarles, es lo menos que hoy podemos hacer por quienes defendieron hasta con la vida unos valores que jamás deberíamos haber perdido y que hoy, como entonces, vuelven a estar amenazados.