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He leído con atención el ensayo de la inteligencia artificial para calcular el día en que nos tendremos que dar de baja en el registro civil, y los porcentajes de acierto son muy poco espectaculares.

Nacer es una casualidad dificilísima de lograr. Calculas los millones de espermatozoides que aportó tu padre, los elevas a la potencia formada por la suma de los óvulos en estado fértil de tu madre, y es mucho más fácil que hoy te toque el gordo de Navidad, y los tres años siguientes, que nacer. Porque si el espermatozoide era otro habría nacido un hermano tuyo, pero no tú, y lo mismo sucede con los óvulos. Los billones y trillones de gente que no ha nacido son tan inabarcables como la dimensión de las galaxias, y eso que durante decenas de miles de años, nadie decía «póntelo, pónselo». Todo el mundo es consciente de que somos igual que los yogures, y tenemos un fecha de caducidad, pero, aunque seamos poca cosa, siempre somos algo más que un yogur. Precisamente esa consciencia es el origen de la Filosofía y de la Religión.

A mí me alegra que las predicciones de la IA sean corrientitas, porque ya estoy en esa edad del egoísmo terrible, en el que cuando se muere alguien que conoces algo, te interesas por sus años, no porque te importe excesivamente que se haya muerto, sino porque te interesa bastante no ser el principal protagonista del tanatorio. No hace mucho, un buen amigo me hablaba de que su padre parecía que había entregado la cuchara, esa situación en la que no te interesa demasiado levantarte al día siguiente. Y mi madre, que fue centenaria, me decía: «No te puedes imaginar, hijo, lo cansado que llega a resultar tener que vivir».

Jamás iría a preguntarle a la IA cuándo me tengo que trasladar para siempre, sin necesidad de un camión de mudanzas, porque nos diferenciamos de los yogures, precisamente, en esa terrible y emocionante consciencia de que tendremos que decir adiós.