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Soy un judío mallorquín con unos recuerdos infantiles plagados de escenas navideñas. Es así, no puedo evitarlo y, además, tampoco quiero. Al contrario, esos días aliento mis remembranzas porque reavivan la imagen de los seres queridos que perdí. Nunca sabré ya si el catolicismo de mis padres era impostado o si lo sentían realmente –en mi familia siempre tenías un cura o una monja a un tiro de piedra– pero la liturgia hogareña de las navidades era auténtica como el oro de 22 quilates y dulce como el turrón de almendras, aunque no empalagosa. Había unos ritos que cumplir que me afianzaban en la seguridad y el sosiego: «todo va a ir bien siempre». El viaje a Palma para comprar turrones, dulces y chocolates en can García, la visita a don Bartomeu Cortes –proveedor y amigo de mi padre, que tenía su pequeño despacho en ‘es set Cantons' y me obsequiaba con un billete de veinte duros como aguinaldo–; el solemne día en que acudíamos al Teatro Balear a ver el mayor espectáculo del mundo, ‘ses títeres': ese era el nombre que se daba en los pueblos al circo. Y la comilona familiar, que se iniciaba puntualmente a la una para finalizar cuando se adivinaban las primeras sombras vespertinas tras las persianas del salón. Incluso en día tan señalado como la Navidad mi padre abría la joyería unas pocas horas, «siempre puede venir un cliente rezagado». Tampoco hubiese podido evitarlo, puesto que la puerta de acceso a nuestra casa era la misma que la de la tienda. Y al día siguiente, ‘Segona Festa', visita a los abuelos.

Ahora la Navidad es otra cosa y no me gusta ni poco ni mucho. Ese año la espero con ilusión porque por primera vez en mucho tiempo estará la familia al completo en torno a una mesa, pero por lo demás le plantearía una enmienda a la totalidad. No escribiré contra el consumismo porque soy de los que piensan que la riqueza de todos proviene de la velocidad de crucero del dinero de cada uno, pero abomino de las grandes superficies, de los muñecos gordinflones que los cursis cuelgan del balcón de sus casas, de las comidas de empresa y de las borracheras en la vía pública.

Ahora se cumplen 14 años del día en que cambié unas fiestas por otras. No fue fácil entonces y no lo sigue siendo ahora, pero míos son los recuerdos.