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En abril de 1944 un avión Dornier de la Luftwaffe alemana cayó al mar, cerca de Cabrera. El Tercer Reich se descomponía por momentos y el aparato, que había despegado del sur de Francia con rumbo a Argelia, se precipitó tan rápido que solo pudo salvarse el piloto. Uno de los tripulantes era un joven de 21 años llamado Johannes Böckler y su cadáver fue rescatado cerca de la Isla. Lo enterraron en un pequeño cementerio junto al castillo, donde habían dado sepultura a los restos de soldados de Napoleón que murieron en Cabrera en el siglo XIX. El legendario periodista Carlos Garrido, del no menos glorioso diario Baleares, descubrió que en 1982 algo extraño estaba pasando allí. Los soldados que hacían guardia por las noches escuchaban gemidos, no como los de los hooligans que retozan de madrugada en la playa de Magaluf, sino algo más aterrador. Una presencia se acercaba a los militares, que quedaban inmovilizados, casi petrificados. Hasta los pescadores que salían al alba veían en lo alto de la torre una figura oscura, que los vigilaba. El fantasma de Cabrera se convirtió en uno más de la isla, casi una mascota. Los que se toparon con él, superado el pánico inicial, contaban que era un alma en pena, pero inofensiva. Con un punto entrañable. Y al final se desveló el misterio: Alemania había exhumado los restos del aviador, pero se equivocaron y se llevaron los de un payés apodado En Lluent. Que debe acordarse cada día de la familia de los exhumadores. Concluimos, pues, que el fantasma se manifestaba no por asustar, sino porque allí en invierno no había ni Dios y debía estar aburridísimo.