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Cuando el 31 de diciembre de 1229 cayó Madina Mayurqa todo cambió. Se apoderaron de ella extranjeros que saquearon, degollaron y esclavizaron a los nativos que no pudieron escapar. Los muertos se amontonaron en las calles y la peste castigó a los vencedores de la barbarie. La ciudad fue demolida. A partir de ese día cambiaron la propiedad de la Isla, los topónimos, la arquitectura, la organización social y familiar, la lengua y la religión. Se implantaron nuevas leyes y costumbres que cristalizaron en el Regne de Mallorca, una entidad vasalla de la Corona de Aragón. En los registros de la historia europea se encuentran escasos precedentes de un cambio tan radical, súbito y despiadado. Cristianos llegados mayoritariamente de tierras catalanas repoblaron la Isla y establecieron la civilización actual. Nosotros somos los herederos de aquel 31 de diciembre, y lo recordamos con la escultura del Rei en Jaume ante la desaparecida Porta Pintada, con el nombre de una calle vecina y con la Festa de l'Estendard, una reliquia ornamental que se ha mantenido en el tiempo. En pleno siglo XXI, y ya en una sociedad abierta y multicultural, es hora de rendir también tributo a aquel pueblo que fue inmolado y del que apenas recordamos a su valí, Abu Yahya, en la placa de una glorieta del Eixample. Ningún monumento honra a quienes fueron borrados de la historia por ser musulmanes y vivir en un territorio independiente, sin aliados y con un ejército poco competente. Y es que alguna reparación deberemos acometer con ellos, porque los 800 años del 31 de diciembre se cumplen en un lustro.