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Un amigo, con gran estima, me regaló un libro titulado Dios, la ciencia, las pruebas, publicado el 2021 en Francia, que según mi amigo está siendo un best seller. Me lo regaló porque le pareció concordante con mi artículo publicado en este periódico el 19 de junio de 2017 (cinco años antes de la publicación del susodicho libro) titulado «Mi búsqueda y hallazgo de Dios». La concordancia es que en mi artículo llegaba a la conclusión que el universo era Dios, pero en el libro sus autores, Balloré y Bonnassies, pretenden demostrar que el universo fue obra de Dios, como un ente separado de él.

La primera idea que tuve al ver dicha pretensión es que si el universo fuese realmente un obra separada de Dios, se convertiría en una dualidad, por lo cual, dejaría de ser el uno, porque para serlo no es posible que ningún otro ser pueda existir separado de él. Por esta razón, yo no distinguí Dios y universo, sino que plasmé que ambos eran el mismo ser. Desde mi punto de vista, el universo, si fue obra de Dios, que lo fue, lo fue siendo consustancial con él. Forzosamente Dios y el universo tienen que ser un único ser, pudiendo concebirse la materia como su cuerpo y la conciencia como su espíritu. Aunque debe entenderse que esto, estrictamente, sería solamente a nivel aclaratorio o especulativo. Es decir, que la parte material podríamos llamarla el cuerpo de Dios y la parte inmaterial, la conciencia suprema, lo que habitualmente entendemos por Dios.

El libro, en mi opinión, tiene dos inconvenientes. El primero es que sus autores, desde el comienzo, ya transmiten unas perspectivas de dónde pretenden llegar, por lo cual el lector ya no se siente realizando una búsqueda, sino un recorrido para llegar a una meta predeterminada. El segundo es el anunciado en el párrafo anterior, que no puede existir nada separado de Dios, y caso de que no lo interpretara mal, tuve la sensación de que el libro pretende afirmar que el universo es una obra creada y dominada por Dios, pero separada de él. Por otra parte, para ser un libro de divulgación se adentra y detiene demasiado en las pruebas y las cuestiones científicas, algo que para los que somos legos en este campo frecuentemente se nos hace de dificultoso seguimiento. Quizás deberían haber hecho dos ediciones, una técnica para los especialistas y otra más popular para el gran público.

Por otra parte, los autores pretenden demostrar que el catolicismo abarca todo lo concerniente a Dios, juntando muchas cosas con pinzas que los que no sean católicos convencidos difícilmente pueden aceptar. En el caso de Cristo se pretende hacerle un prodigio en todos los ámbitos; pero en los evangelios, que no son nada sospechosos de dudar de Cristo, si se quieren interpretar con verdadera imparcialidad, debe verse que en muchos momentos queda abocado a la excentricidad. Como si no hubiese sido capaz de asimilar la iluminación, que era originaria de Dios y que creía exclusivamente para él.

Los autores, además, hubiesen denotado una gran veracidad y mayor nobleza relatando que existía una persona, que era la que más profundamente le conocía, que le quería con locura y que era perfectamente consciente de esa singularidad que padecía. Me refiero a su madre, María. Esta carencia me llena de amargura porque para mí, en mis repetidas lecturas juveniles de los evangelios, María siempre fue el personaje que, por su fulgor, más me llegaba y que apenas sin hablar, solo con sus actos, expresaba más que su hijo.

La mayor debilidad del libro es que sus autores muestran desde el principio su rígido catolicismo pretendiendo demostrar que la doctrina católica es el legado de Dios.