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El 7 de octubre, una jauría de asesinos enloquecidos asaltó Israel para matar a cuantas personas encontraron en el camino, quemar vivas a familias enteras en sus casas, descuartizar cuerpos y, por supuesto, la guinda entre los verdaderos hijos de puta: violar a las jóvenes, también analmente. Cuando eso ocurrió no escuché ni una sola voz que clamara al mundo para que interrumpiera inmediatamente la ayuda económica multimillonaria que recibe desde hace décadas esa gente.

Semanas después, cuando Israel reaccionó a esos hechos con toda la contundencia de la que es capaz, estamos aburridos de oír peticiones de embargo, de ruptura de relaciones diplomáticas, etc. Ahora, el presidente de Burundi –uno de los países africanos más católicos– lanza proclamas para apedrear a los homosexuales y dice una sarta de animaladas imperdonables sobre el colectivo LGTBI. Los mallorquines hemos enviado a ese país millones de euros en concepto de cooperación al desarrollo.

Exijo que de mis impuestos no vaya ni un solo céntimo a ese lugar. El ridículo buenismo que alimentamos desde hace años acabará por explotarnos en la cara, como ya les explota a los homosexuales de prácticamente toda África –y de la mayoría de países musulmanes– que se esconden de por vida o huyen para no acabar en la horca. Desde la comodidad de Europa deberíamos discernir quién es amigo y quién enemigo, no por su color de piel o su religión –son irrelevantes–, sino por los valores que defiende. El que viola chicas, quema vivos a bebés, junto a sus madres y abuelos, mata y arenga a las masas a perseguir gais debería ser declarado enemigo número uno. Porque representa todo lo horrendo que Europa logró dejar atrás hace siglos.