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Desde que los antiguos ocupantes coloniales de ese territorio decidieron repartir el pastel y crear reinos y países a capricho, Oriente Próximo es un polvorín. Algo que ocurre cada vez que las potencias occidentales atraviesan con una apisonadora los lugares donde la tradición marca un modo de vida tribal, a menudo nómada, que a las naciones más desarrolladas nos resulta ya completamente ajeno, y se proponen crear divisiones con escuadra y cartabón. Desde la creación del Estado de Israel, las cosas en la región no han hecho más que empeorar, aunque tampoco puede decirse que existan dos únicos bloques, judíos y musulmanes porque estos últimos también se matan entre ellos a discreción. El panorama bélico desatado por el grupo terrorista Hamás el pasado 7 de octubre se complica con el paso de las semanas y los acontecimientos. Si hace poco eran los rebeldes hutíes de Yemen los que hacían un espectacular acto de aparición en el conflicto con su loco secuestro de buques que atraviesan el Mar Rojo, ahora es Irán quien envía a esa misma zona su destructor Alborz, en apoyo a los insurgentes del país más pobre del planeta. Hechos que no harán más que elevar la temperatura bélica y perjudicar el comercio mundial, que necesita ese paso seguro. No se detiene ahí el peligroso reguero de pólvora que se extiende desde hace casi tres meses, porque el asesinato con drones del número dos de Hamás en su refugio de Beirut podría poner en alerta a Líbano, vecino del norte de Israel, y activar todavía más a las milicias de Hezbolá a las que acoge dentro de sus fronteras. Es un cóctel realmente explosivo que, de momento, se mantiene contenido, pero quién sabe hasta qué punto se puede agitar.