Polarización ha sido proclamada la palabra de moda el año 2023. Una fundación de la RAE la ha declarado el vocablo del año. No tengo muy claro cuál ha sido el proceso de selección y tampoco el de elección. El caso es que, aunque casi nunca me creo lo primero que me dicen, tengo que reconocer que ni encuentro argumentos para cuestionar esta elección ni mucho menos para confirmarla.
El origen del vocablo polarización procede del mundo de la física de los polos. Con el paso del tiempo se incorporó al vocabulario especializado de la economía. Pero fue recientemente, en una de las últimas actualizaciones del diccionario académico, cuando la palabrita comenzó a ser aplicada en el lenguaje general para referirse a la orientación hacia direcciones contrapuestas en cualquier ámbito de la conversación.
Fue así cuando nuestros queridos políticos –grandes expertos en el uso correcto del lenguaje limpiaron
la palabra de marras hasta situarla en su más brillante nivel de esplendor. Y es que los políticos, si algo hacen bien, es utilizar las palabras mal. A fin de cuentas, fueron ellos los que polarizaron la política para poder dar lugar a esta nueva acepción verbal. Según ellos –todos ellos–, el arte de la política actual está determinada por la polarización de opiniones distanciadas caracterizadas por la confrontación, el enfrentamiento y la crispación.
Gracias a nuestros amados políticos, todo lo que nos rodea está absolutamente polarizado: pensamientos diferentes, ideologías distintas, debates discrepantes, tertulias contrastadas, competiciones deportivas, visiones diferentes de la vida... Cualquier desacuerdo polariza la situación escénica en la que se produce. Por suerte, la polarización se ha convertido en una palabra talismán indiscutible que sirve para todo, aunque en realidad no diga nada.
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