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En los últimos veinte años, el agro español se ha modernizado. Basta con observar a los agricultores con sus tractores y demás maquinaria que esta semana han desfilado y ocupado las carretas en señal de protesta. Denuncian la pasividad del Gobierno que en Madrid dice que les comprende y reconoce sus problemas pero no mueve un dedo en Bruselas y vota la Agenda 20-30 que impone algunas normas dictadas por ecologistas de salón. Reclaman que se cumpla la ley de la cadena alimentaria diseñada para evitar el trabajo a pérdidas.

En su memorial de agravios –razonado y razonable–, señalan la desventaja que supone para los agricultores las regulaciones medioambientales europeas que no rigen para las importaciones de terceros países como es el caso de Marruecos o Sudáfrica. En la misma idea de proteger, la producción agrícola en los países de la UE se inserta otra de sus demandas: paralizar los acuerdos con Mercosur.

La mayoría de los agricultores y ganaderos que están en pie de guerra son trabajadores autónomos a los que Hacienda cruje a impuestos llueva o no llueva y sin tener en cuenta su situación. La revuelta empezó en Francia, continuó en Bélgica y Portugal y ha llegado a España. Ha llegado para quedarse, al menos hasta el 21 de febrero, día en el que tienen anunciada una tractorada en Madrid frente al Ministerio de Agricultura.

El riesgo de radicalización de las protestas y la duración de los bloqueos de carreteras y el posible desabastecimiento de productos en los supermercados a causa de las tractoradas dependerá del grado de sordera de los interlocutores del Gobierno. Los de aquí y los de Bruselas.