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Acaban de aparecer dos libros imprescindibles que abordan el tema de la tortura. Por un lado La llamada, de Leila Guerriero, que cuenta la historia recogida tras casi dos años de entrevistas de Silvia Labayru, joven argentina detenida por los militares en los primeros meses de la dictadura cuando ella tenía 19 años y estaba embarazada. Por el otro Tortura blanca, de la Premio Nobel de la Paz Narges Mohammadi, activista iraní defensora de los derechos humanos que hoy cumple condena en la cárcel. Son muchas las cosas que aprendes de estos libros que te invitan a reflexionar y cuestionarte el mundo en el que vives. Pocas oportunidades de enterarnos de lo que hoy está pasando en Irán como las catorce entrevistas que Narges ha hecho a mujeres que han sufrido la tortura en Irán por manifestarse en el Día de la Mujer, no llevar pañuelo en la cabeza o atreverse a bailar en público.
De estos libros aprendes que hay tres tipos fundamentales de tortura: el de máxima violencia física que se practica en el momento inmediato a la detención para obtener nombres o datos que permitan capturar a otras personas antes de que se sepa que la víctima ha sido detenida; el que, con violencia física y psicológica, busca que la víctima se autoinculpe de crímenes o delitos para utilizar como prueba su declaración en el juicio donde la condenarán, y una tercera, la ‘tortura blanca’, que destruye a la víctima mediante el aislamiento y la privación sensorial. Es desgarrador ver cómo esa tortura puede llegar a destrozar a la persona sin dejar ninguna huella externa aparente.
Pero la tortura no acaba ahí porque quienes la han padecido sufren otra clase de tortura cuando salen de la cárcel: la de la estigmatización y el desprecio de sus familiares y amigos por considerar que, en el caso de la dictadura argentina, si han salido con vida es porque habrán delatado a otros o, simplemente, en el caso iraní, porque no quieren que se las relacione con personas de las que se avergüenzan, aunque no hayan cometido delito alguno.
Un denominador común de ambos libros es que las víctimas han sido mujeres y los torturadores hombres. Y una reflexión final que, en el caso de la tortura blanca en Irán, queda clara: las mujeres soportan mejor los interrogatorios que los hombres porque están acostumbradas a ser vejadas y ninguneadas. Su interrogador no hace más que repetir el patrón patriarcal que han sufrido toda su vida de sus padres, maridos o hermanos. Por eso la tortura, tanto en quien la imparte como en quien la sufre, tiene género.