El verbo exigir, abusado hasta la saciedad en el mundo de la política actual, ha pervertido su significado hasta hacer de él un vocablo cada vez más vacío de contenido y despojado de su fuerza natural. Recojo algunos ejemplos de cómo la política mundana es capaz de anular la intensidad del verbo: «El Parlament exige al Ejecutivo central…». «El Govern exige a las empresas…». «El Ayuntamiento exige el cierre de…». Pero también a la inversa: «La oposición exige al equipo de gobierno…». «Colectivos se reúnen en Cort para exigir…». «Trabajadores del sector exigen a la Consellería…». «Las exigencias reclamadas al Consell…».
Los resultados demuestran que estamos ante titulares sin apenas trascendencia. Las exigencias son reclamos a viva voz que han perdido su dimensión efectiva. Hemos creado una cultura de la exigencia en la que de lo que se trata es de reclamar por reclamar. Esta forma de reclamación nos ha llevado a no diferenciar entre lo que realmente es exigible y lo que, en realidad, no lo que es, o no lo es tanto. La cultura de la exigencia anima a exigir cualquier cosa sin ofrecer nada a cambio. Nos han convencido de que todo es exigible y, por tanto, merecedor nuestro. Ya no necesitamos grandes razones para exigir ni argumentos que defiendan nuestra exigencia. La exigencia política ha nublado de humo nuestra exigencias reales.
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