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Siempre ponemos el acento en los honores y privilegios de las familias reales, pero nos cuesta ver el precio que pagan estas personas por tener una vida de lujo. ¿Vale la pena ser rey, reina o príncipe de algo hoy en día? Tal vez no. Kate, la princesa de Gales, está en el foco de medio mundo que se cree con derecho a saber qué le pasa, si está deprimida, si está cabreada con su marido o si tiene alguna enfermedad rara. La opinión pública exige verla, que dé la cara. También podríamos hablar de la reina Letizia, cruelmente traicionada por un primo deslenguado y después por un cuñado que se autoproclama su examante. O del rey Felipe, obligado a soportar todo eso sin rechistar. O de Federico de Dinamarca, a quien acaban de hacer rey para que deje de verse con su amiga Genoveva. O del defenestrado don Juan Carlos, obligado a expiar sus excesos en los Emiratos. Y no retrocedamos en el tiempo, porque nos encontraríamos a las reinas de las desgracias: Soraya, repudiada por no tener hijos, y Lady Di, víctima mortal no se sabe si de los papparazi, de un conductor borracho o de algún James Bond de los servicios secretos. La contribución de Harry de Inglaterra a la historia es su biografía En la sombra. Con la prosa desenvuelta de un gran esnob, el príncipe describe la vulgaridad que le hace afín con sus familiares más directos. Sin duda que la monarquía no tiene futuro, si los que salen son como él. Algo así sucede con la kumari. La niña diosa hindú es echada de palacio con lo puesto a su primera menstruación. Sin misterio no pueden existir los dioses, y sin intimidad no merece la pena ser rey.