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La princesa de Gales, Kate Middleton, está siendo protagonista de manera involuntaria desde hace meses. Como todos saben, el pasado mes de enero la nuera de Carlos III se sometió a una cirugía abdominal. Desde entonces, el oscurantismo y la opacidad han marcado la política de comunicación de la casa real británica, lo que ha dado lugar a todo tipo de rumores. Desde que el príncipe William le es infiel a su mujer -con la mejor amiga de ésta para más inri- hasta que la princesa de Gales había muerto.

Es cierto que la pareja tiene derecho a su intimidad -por muy real que sea-, pero también lo es que tienen una serie de obligaciones que derivan de los numerosos privilegios de los que disfrutan. Es aquí donde cabe preguntarse dónde están los límites.

Entiendo que gestionar una situación de este tipo no debe ser fácil. Tener cáncer con sólo 42 y siendo madre de tres hijos debe ser horrible; a esto hay que sumar la presión por ser la esposa del heredero de la corona. Sin embargo, también es cierto que cuentan con un equipo de asesores que debían haber tenido presente que cuando no se da información clara se siembre un caldo de cultivo estupendo para la rumorología.

La monarquía tiene un peso muy importante en el Reino Unido y lo que le sucede a sus miembros es un asunto de Estado. Por ello, no era difícil imaginar que si se ocultaba información se desencadenarían todo tipo de especulaciones; máxime cuando el rey también se encuentra de baja porque tiene cáncer y la reina por agotamiento.

Los británicos ya vuelven a hablar de annus horribilis para la corona. Sin embargo, en esta ocasión no está Isabel II, una mujer que -gustase más o menos- demostró una gran fortaleza. Una de sus máximas era que no había que dar noticias a sus súbditos, pero incluso ella tuvo que adaptarse.