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A ntes de la irrupción de la COVID asistimos a una competición que pretendía que China superaría a Estados Unidos como primera potencia económica mundial. Nunca lo creí, porque la potencia económica, o la riqueza si se le quiere llamar así, no depende de la cantidad de productos que fabrique una nación. La pandemia interrumpió la carrera y supuso un mazazo para todas las economías, por lo que el gigante asiático perdió pie y a su tardanza en reiniciar su reinado se suman ahora otros problemas que no hacen más que intensificar sus dificultades. Aunque parezca irónico, uno de ellos es la falta de natalidad y el envejecimiento de su población en edad laboral. Las mujeres chinas modernas no quieren tener hijos y el país –como ocurre con casi todas las naciones asiáticas– ha estado tradicionalmente cerrado a admitir una inmigración masiva. El caso es que ahora mismo casi nadie está pendiente de quién fabrica más o vende más, porque las preocupaciones globales se centran en la amenaza de guerra y la inestabilidad geopolítica que lo impregna todo. Aún así, no deja de tener importancia que China admita cierto estancamiento –para ellos crecer a un dinámico cinco por ciento es casi un fracaso– y coloca en 2049 (faltan veinticinco años todavía) su objetivo de alcanzar la mitad del PIB per cápita de los estadounidenses. Es decir, llegar a ser solo la mitad de ricos que los ciudadanos yanquis le costará al menos un cuarto de siglo. Y es que ahí es donde se esconde la verdadera riqueza de un país, más allá de las cifras macroeconómicas y los grandes logros de los que presumen sus dirigentes, que las personas y las familias tengan una buena vida es la clave de un país rico.