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Ando un poco mosca desde que he leído que un grupo de inversores mallorquines pretende asaltar el norte para ‘balearizar' aquello. Dicen que es un paraíso, a cinco minutos de la playa y a otros cinco del aeropuerto. ¿Les suena? ¡Claro que es un paraíso! Precisamente porque permanece inalterado desde hace siglos. Allí pastan las vacas y los caballos salvajes, ruge el viento del Cantábrico y las galernas se desplazan a la velocidad del miedo. Dicen, los empresarios, que huyen del modelo mallorquín, que el plan es construir grandes villas con jardín que mantengan la esencia de la arquitectura del lugar. Para vendérselas a isleños que no pueden optar a hacer lo mismo en su propia tierra porque los precios son para nórdicos millonarios. Tiene algo de cáncer esta mentalidad. Ya que hemos destruido nuestro entorno, busquemos otro todavía virgen para colonizarlo y degradarlo. Tal vez esa pequeña colonia mallorquina en Cantabria quiera montar un restaurante de comida mediterránea para no sentirse tan solos. Y un bar con su música y botellas de herbes. Es lo que hicieron aquí alemanes e ingleses. Solo hay una pequeñísima pega a estos sueños de conquista. El clima. ¿Por qué sucumbió toda la costa mediterránea a la orgía turística? Por el sol casi permanente, el calor sofocante del verano y la calidez de las aguas. Nada de eso hallarán en el norte. Si el paisaje cantábrico es grandioso, es porque está siempre verde, de un verde intenso. Y eso solo ocurre porque llueve. Mucho. Muchísimo. Cuando los colonos mallorquines desembarquen en el norte y comprueben que hoy llueve y mañana también. Y al otro. Y así durante tres semanas seguidas, quizá ya no les parezca tan buena idea veranear allí.