Una de las cosas que más agradezco a los profesores de Literatura que tuve durante el bachillerato es que no me hicieran leer el Quijote ni siquiera a trozos. Eso me permitió leerlo entero con la necesaria calma, sin las prisas y con las pausas que me parecieron convenientes, entre cómics de Corto Maltés y novelas de Conrad, algunos años después. Con Valle-Inclán y Cela, en cambio, no tuve tanta suerte y así estoy, que nunca he llegado a recuperarme del todo y mira que lo siento.
Los lectores del Quijote no solo debemos dar las gracias a quienes no nos obligaron a leerlo cuando no debíamos sino también a aquellos que nos hicieron más fácil la tarea cuando nos quedamos solos. El otro día murió Francisco Rico, que fue uno de los principales en, como él mismo decía, pasarlo a limpio para que los demás pudiéramos entender la mala letra con la que escribía Cervantes. Quien lo pasó a limpio para mí fue Martín Alonso. Había ya olvidado su nombre, a pesar de que durante bastante tiempo lo vi escrito en letra pequeña bajo el del propio Cervantes en aquella ajada edición en rústica de mil páginas de la editorial Edaf que hoy he sacado de su estante y tengo al lado del ordenador mientras termino esto. He buscado y he descubierto que murió hace más de treinta años. Como a él no le dedicaron tantas páginas como a Rico quiero que quede constancia aquí también, aunque sea tarde, de mi agradecimiento.
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