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El otro día (de pagès) hablaba yo con unos amigos artistas acerca de las nuevas inteligencias artificiales, capaces de generar imágenes y textos a partir de unos cuantos datos previos introducidos por el usuario en un determinado programa informático. Y como siempre, el asunto estaba muy polarizado en dos bandos: quienes piensan que el mundo se acaba y que a partir de ahora nada será lo mismo, y quienes piensan que a partir de ahora nada será lo mismo porque un avance de semejante categoría significa que las posibilidades son infinitas (e infinitamente interesantes). Y mientras tanto, yo por mi parte me limité a señalar que las mejoras en la tecnología siempre han significado cambios irreversibles, pero no siempre con los resultados previstos (por poner un ejemplo relacionado con ello, cuando se introdujeron los correctores ortográficos automáticos todo el mundo pensó que no haría falta estudiar ortografía… y obviamente, no es así en absoluto), y que de todas maneras, a la inteligencia artificial siempre le faltará un factor importante, esto es, el humano. Es por eso por lo que, por ejemplo, compartir caricias con alguien de carne y hueso resulta más interesante que hacerlo con una máquina… siempre y cuando ese alguien tenga algo interesante que ofrecer, por supuesto. Porque si no, a lo mejor sí que será la máquina quien le quite el puesto, pero por una mera cuestión de eficacia y laboriosidad. Desde luego, el asunto debería darnos qué pensar…