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Dame algo para que me lo coma, decía el monstruo del armario en actitud pedigüeña, pero muy exigente. Y eso que lo tenía medio domesticado (yo a los once años era muy listo), pero claro, por más domesticado que esté, un monstruo siempre es un monstruo. Y quiere comer, lo que sea, gente a ser posible. Le di una ristra de morcillas de cebolla que acababa de escamotear de la despensa, y se las zampó haciendo ruidos lúbricos. Dan mucho trabajo, los jodidos monstruos, por no hablar de los peligros que generan. Mientras tanto, el fantasma del rincón, con el ceño fruncido, no decía nada, porque los fantasmas no comen. Pero se notaba que todo aquello no le hacía ninguna gracia, quizá se sentía postergado, discriminado. Aparte de que los monstruos y los fantasmas no se llevan bien; las criaturas quiméricas no son nada solidarias, tienen un elevado sentido de la propia superioridad, son más supremacistas que un inglés. Los fantasmas consideran a los monstruos simples animales, que sólo quieren comer y follar abusivamente; los exterminarían de no ser porque su poder se limita a meterse en el cerebro de la gente para poseerla y volverla loca, y al ser inmateriales, no pueden agredir físicamente.

Los monstruos ni siquiera creen que existan fantasmas y fingen que no los ven aunque los tengan delante de las narices, en el rincón más alejado del armario. Total, no son comestibles. Menuda tabarra me daban los dos. Por fortuna, y por mis habilidades infantiles, la malignidad de ambos se equilibraba y anulaba y si nunca me pasó nada con semejante compañía en el dormitorio, fue porque el fantasma pensaba que me protegía un monstruo, y el monstruo, que yo tenía a mi servicio un fantasma enfurruñado de los que te destrozan la mente. Aprendí mucho de pequeño sobre monstruos y fantasmas y, cuando un par de años después desaparecieron de súbito, ese conocimiento me ha sido muy útil en la vida. Para equilibrar terrores, me refiero, puesto que el universo es cuestión de equilibrios y desequilibrios. También facilitó mis relaciones con el prójimo. Aunque a veces, observando la actualidad política, todavía lo escucho. Dame algo para que me lo coma, decía el monstruo.