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El tejido comercial de ciertos barrios está sufriendo tal cambio que resulta complicado hacer la compra diaria en algo que no sea mi supermercado de una gran cadena. Este será el primer verano que no haremos trempó con los tomates de la plaza; traídos directos desde Sant Jordi. Motivos inmobiliarios han llevado al cierre de un negocio que llevaba décadas en el barrio, junto al supermercado, cuya sección de frutas y verduras no es nada del otro mundo. De hecho, he llegado a ver kiwis de Chile y manzanas de Nueva Zelanda. Haciendo un recuento de los caídos en combate, a dos calles cerró la pastelería: el hombre se jubiló pero es que el edificio lo ha comprado una cadena hotelera que parece que quiere derribar el inmueble. No sabemos cuáles son sus siguientes planes. En cuanto a la carnicería (magníficos sus preparados caseros), echó la barrera hace ya más de un lustro. El hijo decidió reciclarse y pasó de carnicero a agente inmobiliario. En el barrio se echa en falta además la espartería, que tenía un calzado estupendo para los niños. Ya se sabe: la chiquillería gasta mucho en zapatos. Se nos fue incluso un prostíbulo escondido, que ahora se ha convertido en un local con café de especialidad. Abrió un chino «de los buenos», como dice su orgullosa dueña, y aguantan como jabatos el horno que está seis calles más allá y una carnicería que está a diez minutos. Las pescaderías, por cierto, se han convertido en el unicornio del pequeño comercio: apenas se las ve pero alguna existe.