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A veces escribo artículos brillantes en mi cabeza, tienen que creerme. Suele ocurrir cuando ando lejos de un teclado o de un bolígrafo. Entonces me convierto en un luchador grecorromano y trato de atrapar e inmovilizar ese puñado de palabras que mi mente ideó. Pero las palabras que flotan en la mente son como lubinas: sabrosas pero difíciles de capturar. Cuando al fin encuentro una red, quiero decir, un teclado, ese mar en el que nadaban las palabras se ha transformado en un sótano desordenado, en penumbra. Entonces toca hacerse con una linterna y escrutar entre las cajas y los cachivaches inservibles que se amontonan por las estanterías de mi cerebro, quiero decir, del sótano desordenado. Si hay suerte, puedo encontrar alguna frase suelta, algún superviviente que me mira con cara de lubina, quiero decir, con expresión de no saber muy bien qué estoy haciendo ahí, con una linterna en la mano. Yo agarro esa lubina -a veces resulta ser un besugo o un pez payaso- y trato de cocinarla, le añado sal, pimienta, una rodaja de tomate o de limón, la acompaño de patatas, de pimientos asados, y a veces, tienen que creerme, hasta me sale buena. Pero nunca como el artículo brillante que mi mente ideó.