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En 1942, unos soldados polacos que se dirigían a Palestina para reorganizarse y luchar contra los nazis, se toparon con un niño kurdo en Irak. En un saco llevaba a un osezno con cara de sufrimiento y como ellos las habían pasado canutas con rusos y alemanes, se solidarizaron al momento con el animal. Por unas chuches y una navaja suiza, el chaval les vendió al pequeño ‘Wojtek’, que desde ese momento se convirtió en la mascota de la compañía. Le alimentaban con una botella de vodka a modo de biberón, así que no es de extrañar que el oso, ya crecido, se colara en la cocina de los campamentos en busca de alcohol. ‘Wojtek’ también fumaba, así que solo le faltaba gastarse la paga en antros de perdición para convertirse en un auténtico golfo. Pero era un oso simpático y se fue ganando a todos. Incluso desfilaba con la tropa a dos patas. Entraba en las duchas y asustaba a los soldados, pero en una ocasión descubrió a un espía en la base y lo persiguió como si fuera un tarro de miel. El infiltrado corrió tanto que a día de hoy aún lo buscan. En 1944 luchó en Italia contra los nazis atrincherados en Montecasino. Transportó cajas de municiones y por su valor fue ascendido a cabo. Al acabar la guerra, sus colegas se establecieron en Escocia y el ya teniente ‘Wojtek’ fue recibido allí con honores. Dos años después se disolvió la compañía y el oso acabó sus días en el zoológico de Edimburgo. Fue un solemne coñazo para alguien que había luchado contra los nazis. Hace poco le erigieron una estatua en aquella ciudad, pero se olvidaron de ponerle un pitillo en la boca y una botella de vodka en la pezuña. Un error imperdonable.