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El otro día me vi en una situación que percibí como señal de la inminencia del tiempo de verano: tomé un granizado de limón mientras aguardaba al inicio de uno de los mítines de la campaña electoral. Este viernes se inaugurará la feria del libro en es Born y también eso será una señal de que el verano está cerca. Cada tantos años coincide esa inauguración (que vendrá precedida, al menos así lo imagino siempre, de la primera noche en la que los libros, solos en sus casetas, se intercambian páginas para gastar bromas a quienes los compren) con alguna campaña electoral y eso lleva a incluir paseos por la feria con candidatas y candidatos. Hasta es posible que paseen tomándose granizados. Pero si el primer granizado es una seña (o señal) del verano, sólo el mordisco a un corte de helado convierte ese aviso en tiempo de vacaciones. El corte (ya saben, ese pedazo de helado, generalmente de dos o tres colores y cubierto con dos finísimas galletas cuadradas) te avisa no sólo de que estás en las vacaciones de verano sino que te lleva de forma automática, como la dichosa magdalena, de unas vacaciones a otras. Principalmente de la infancia, pero no solo. Recuerdo con precisión que la ceremonia del corte en aquellos años empezaba antes del primer mordisco. Un hombre o una mujer sacaba de la nevera una barra de helado que reposaba sobre una pieza metálica alargada. Mientras, con un cuchillo de tamaño considerable en una mano, te miraba a ti y al helado preguntándote con los ojos dónde cortar. Y presionaba el cuchillo mientras con un dedo de la otra mano sostenía una de las galletas que, previamente, había dispuesto. Luego añadía la otra y te daba el helado envuelto en una servilleta de papel. Casi nadie en aquel pueblo de mis vacaciones llamaba corte al corte, sino frisel. Y así empecé a coleccionar palabras en verano que me vuelven de tanto en tanto.