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Yo fui un niño de tata. Se llamaba Lidia Díaz. Mis padres –ya entrados en años para la época– la contrataron para que me cuidara. Aquel era su trabajo prácticamente en exclusiva. Siempre me contaron que al llegar a casa Lidia era una chica menuda, prácticamente una niña. Algunos amigos o parientes advirtieron a mis progenitores que mi tata era una cría y que en cualquier momento el niño mimado que fui se le iba a caer de las manos. Pero Lidia me cuidó como no lo hubiese hecho ninguna otra persona. Paciente y solícita, solo tenía ojos para mí. Con el paso del tiempo mi tata pasó a formar parte de la familia. Al tiempo que ella me atendía mis padres la atendían a ella. Cuando Lidia se echó novio éste tuvo que demanar entrada a Can Segura, adónde acudía a festejar los días que marcaban los cánones de la época.

Creo recordar que cuando Lidia se casó mi padre –en ausencia del suyo– la llevó del brazo hasta el altar. No sabría decir si aquel día protagonicé una de mis habituales rabietas al ver que mi tata me abandonaba momentáneamente para ser ella, por una vez, la protagonista de la jornada, pero es bastante probable. Su marido, Andreu Aguiló, me recordaría muy a menudo los momentos de apuros que les hice pasar con mis exigencias de niño malcriado. Lo cierto es que mi tata siempre estuvo a mi lado, pendiente de mí.

Lidia fue una mujer fuerte, provista de un coraje silencioso y una fortaleza indestructible. Trabajó incansablemente para dar carrera universitaria a sus tres hijos. Poco a poco su hogar consolidó una posición económica holgada y –lo que es más importante– un respeto general. Siempre la sentí muy cercana, una especie de cielo protector sobre mi familia: mis padres en su ancianidad, mi hogar propio, mi vida entera. Mis hijos la llamaron ‘tía’ y la quisieron con un amor sereno y cercano porque su presencia –aun en la distancia– era perenne.

Me enteré de su fallecimiento estando en República Dominicana. Tenía 93 años. De repente sentí un vacío inmenso, casi un dolor físico. Pensé en la última vez que la visité en su casa y la alegría que mostró al verme. Su hijo me mandó un mensaje: «Ayer nos dejó mamá. Tienes que saber que te quería muchísimo». Claro que lo sabía, pero nunca supe decirle el inmenso respeto que yo le profesaba, el gran ejemplo de vida y generosidad que nos dio a todos desde el lejano día en que llegó a casa quan no aixecava un pam del terra.