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Sabía que había escrito el mejor libro de poemas del mundo, el problema era que solo lo sabía él. La ínfima parte del resto del mundo que conocía la existencia de su libro no compartía su criterio. Había quienes opinaban que era un buen libro de poemas, sin más, y había quienes consideraban que aquel libro no era merecedor ni de una triste mención en uno de los muchos concursos de poesía que abundan en nuestro país. Pese a todo, él estaba convencido de haber escrito el mejor libro de poemas del mundo, que otros no pensaran igual no menoscababa su certeza. Una vez había leído que el valor supremo del arte nunca fue una cuestión democrática. ¡Lo suscribía fervientemente! El resto del mundo está equivocado, pensaba, allá ellos. Ya no aspira a que otros vean lo que para él es meridiano. Lamenta la falta generalizada de criterio, pero qué puede hacer. Es triste que no sean conscientes de lo afortunados que son por el hecho de ser mis coetáneos, piensa. Nuestro poeta se queda con la satisfacción de haber escrito el mejor libro de poemas del mundo. No es poca cosa, la verdad.